Cuenta la historia que Francisco Antonio Ruiz Gijón se bajó con cuidado de su mula, tranquila y obediente, y la ató a una de las argollas oxidadas que colgaban de los encalados muros de la ermita de Nuestra Señora del Patrocinio. La pequeña iglesia, ubicada al final de la calle Rosario, junto a la cruz-apeadero, marcaba el inicio del camino hacia el Aljarafe, con sus amplias vistas al horizonte.
Francisco Ruiz sacudió el polvo del camino de su ropa y cruzó el umbral de la ermita. Al entrar, la penumbra le hizo detenerse un momento, para que sus ojos se acostumbraran a la tenue luz que llenaba el lugar. Unos altos cirios iluminaban al fondo la imagen del Nazareno del Camino, cuya cruz proyectaba una sombra oscilante sobre el dorado altar diseñado por Marcos de Yepes en 1671.
A un lado, rodeada de exvotos y lamparillas de aceite, la escultura de Nuestra Señora del Patrocinio parecía llorar frente a los devotos que rezaban en silencio. En un banco, envueltas en mantos negros, unas beatas murmuraban oraciones interminables.
Francisco Ruiz avanzó hacia el altar, donde uno de los presentes lo reconoció y lo llevó a una pequeña sacristía, que también hacía las veces de despacho. Allí, Andrés Núñez, mayordomo de la Hermandad, y Sebastián Barrantes, el prioste, ambos miembros de la Junta de Gobierno, lo recibieron con los saludos de rigor antes de ir al grano.
Querían encargarle un Cristo expirante, una obra que fuera mejor en belleza y realismo a cualquiera de los magníficos crucificados que ya había en Sevilla. Sabían de su maestría con la gubia, gracias a esculturas como el San José de la parroquia de San Nicolás o el Jesús Nazareno de Alcalá del Río.
El imaginero, halagado, escuchó las condiciones. Negoció ligeramente el precio y aceptó el encargo. Luego pidió papel y pluma y redactó el contrato de compra venta:
“Sepan cuantos esta carta vieren, cómo yo, Francisco Antonio Ruíz Gijón, maestro escultor vecino de esta ciudad de Sevilla, en la collación de Santa Lucía, otorgo y conozco que soy convenido y concertado con la Cofradía y hermanos de la Expiración de Jesucristo en la Cruz y Nuestra Sra. de la Paz, sita en la ermita de Nuestra Sra. del Patrocinio de esta salida de la calle Castilla, extramuros de la ciudad, con Andrés Núñez, como mayordomo, que al presente es de dicha cofradía, por la que me obligo de aquí al mes de mayo de este año presente de 1682, haré una talla de Nuestro señor de la Expiración, de dos varas y cuarto de alto (1,89 m.) de madera de cedro, con cruz de pino de Flandes y la madera que fuera necesaria para ello he de poner de mi cuenta y entregaré al dicho mayordomo, a satisfacción de maestros de mi arte que de ello entiendan, por razón de lo cual, la dicha Cofradía me ha de pagar novecientos reales de vellón, en que entra la madera y manufactura, y por cuenta de esta cantidad declaro haber recibido ahora de contado doscientos reales de vellón, y otros doscientos están obligados a pagármelos para fin del mes de Abril en que estamos y los quinientos restantes para fin del mes de Mayo.”
Los hermanos presentes revisaron el documento, y al estar de acuerdo, el imaginero firmó con trazos rápidos y aseguró la tinta con polvos secantes y un suave soplido. Con eso, el acuerdo estaba cerrado.
Ya en el exterior, Francisco se deslumbró con los colores del atardecer. El cielo era un espectáculo de tonos rosados, malvas y dorados, mezclados con azules y rojos que se extendían hasta el horizonte. Se acercó a su mula, y mientras la desataba, notó su sombra proyectándose alargada en el muro encalado. Era algo que siempre lo fascinaba: cómo la luz y la sombra se mezclaban para crear algo bello.
“Cada sombra lleva tras de sí la luz para multiplicar la belleza”, pensó. Era una idea que solía aplicar en sus obras, donde el contraste entre la oscuridad y la claridad daba vida a la madera.
Subió a lomos de la mula y dejó que el animal avanzara lentamente por las calles del arrabal, perdido en sus pensamientos. Su destino era la fragua del «el Cachorro», un gitano joven y fuerte con quien a veces hacía tratos para conseguir materiales.
Cuando llegó, el Cachorro, torso desnudo y bronceado por el fuego, lo saludó sin dejar de martillear un trozo de hierro candente. Tenía la elegancia innata de su raza: alto, bien parecido, con una sonrisa blanca y ojos oscuros que brillaban intensamente, intactos aún pese al ardor de la fragua.
—¡Qué buen modelo serías, Cachorro! —comentó el imaginero, evaluándolo con la mirada crítica de un artista—. ¿Por qué no te decides a posar para mí?
—Vuestra merced siempre con lo mismo —respondió el gitano, alargando las palabras con un tono meloso—. Pero ya sabe que eso de quedarse quieto no es para mí. Además, me da un no sé qué eso de que me conviertan en una estatua. Se me hace como si me embalsamaran, y los muertos, qué quiere que le diga, me imponen mucho respeto.
—Siempre con tus supersticiones —replicó Francisco, entre risas—. Pero no he venido a convencerte. Solo quiero recoger lo que te encargué.
El Cachorro, sin apurarse, metió el hierro al rojo vivo en un barreño de agua, provocando un chisporroteo y una nube de vapor. Luego buscó en un rincón cercano al fuego y sacó unas palmetas de hierro.
—Aquí las tiene, maestro.
El escultor las inspeccionó brevemente. Al ver que cumplían con lo prometido, pagó el encargo y se despidió. Las monedas tintinearon al pasar de mano en mano, reflejando la luz rojiza de la fragua.
—Acuérdese de mí si necesita algo más —dijo el gitano, mientras el escultor montaba de nuevo su mula.
La tarde caía rápidamente. Al llegar a la Cruz del Puente, apenas quedaba un rastro de luz que teñía el río con una veladura dorada.
Los días siguientes, Ruiz Gijón los pasó encerrado en su taller, perdido en un torbellino de ideas que no dejaban de rondarle la cabeza. Ante él, en el húmedo barro, sus manos intentaban dar forma a lo que soñaba: la tensión de unos músculos, el aliento contenido en un pecho que lucha por respirar, el temblor de unos ojos que se apagan.
Aunque cada idea que modelaba en su cabeza parecía perfecta por sí misma, al intentar plasmarlas, algo fallaba. El conjunto se quedaba frío, vacío, sin vida. Había algo, ese “no sé qué” que buscaba con desesperación, y que se le escapaba una y otra vez.
—No es esto, no es esto… —repetía con frustración mientras volvía a estrujar el barro, deshaciéndolo todo para empezar de nuevo.
Las imágenes que lograba poseían la corrección técnica que caracterizaba su trabajo, pero siempre eran demasiado blandas o excesivamente rígidas. Faltaba el equilibrio justo, ese instante sublime en que la vida y la muerte se cruzan.
Necesitaba ver el momento exacto de la agonía de Cristo, captarlo con sus propios ojos para poder plasmarlo en su obra. Decidido, comenzó a visitar los hospitales de Sevilla, buscando en las camas de los moribundos ese gesto final que reflejara toda la crudeza de la muerte.
Sin embargo, volvía siempre decepcionado. Las muertes que encontraba eran silenciosas, resignadas, apagadas por el peso de la pobreza y el olvido. Faltaba esa lucha final, ese grito desesperado que pedía explicaciones al cielo.
Lo que buscaba era distinto: una muerte con los puños cerrados, con el pecho convulso y la mirada clavada en el infinito. Una muerte que fuera pregunta tras pregunta, sin respuestas.
El tiempo seguía corriendo, y el plazo de entrega se acortaba. Cada día que pasaba, la ansiedad crecía en el imaginero, que no lograba avanzar en su proyecto. Finalmente, decidió acudir a una reunión extraordinaria de la Hermandad, con la intención de explicar sus dificultades y pedir una prórroga en la fecha de entrega del Cristo.
Esa noche, cruzó el Puente de barcas de Triana con un farol de mano. Las aguas del río reflejaban puntos de luz como si fueran luciérnagas flotando en la corriente. Al pasar por la Cruz de entrada, se detuvo un momento, observando cómo las sombras de las torres del Castillo de San Jorge se difuminaban entre las luces amarillas.
El Altozano estaba casi vacío, un lugar que durante el día era bullicioso y caótico, pero que a esas horas ofrecía un silencio extraño, roto solo por algún rondador que pulsaba su guitarra desde un rincón oscuro.
Cuando llegó al Callejón del Estudiante, una voz desgarrada lo detuvo en seco:
—¡Ayuda por favor!
Alzó el farol, y la luz temblorosa iluminó por un instante la figura de un hombre que huía, su capa ondeando mientras desaparecía entre las sombras. Ruiz Gijón se apresuró hacia el lugar del grito, y lo que vio le heló el corazón.
En el suelo, en un charco de sangre, agonizaba el Cachorro. Su pecho subía y bajaba con dificultad, mientras un crujido áspero escapaba de su garganta. Sus manos, crispadas, parecían aferrarse al polvo del suelo en un último intento de luchar contra lo inevitable.
De repente, todo terminó. Su cabeza, poderosa y orgullosa, se inclinó hacia un lado, como vencida por un viento oscuro. El brillo difunto de sus ojos se apagó en su cara, y el escultor supo que todo estaba consumado.
El artista, impotente, se santiguó antes de abandonar el lugar. Sabía que ya no necesitaba más tiempo para su obra. Había encontrado lo que buscaba: la imagen de la agonía, brutal y definitiva.
Esa noche, encerrado en su estudio, hizo un boceto del Cristo en carboncillo y modeló la cabeza de Cristo con la imagen del Cachorro grabada en su memoria. A medida que sus manos daban forma al barro, el recuerdo de aquella muerte cobraba vida en la madera. Cuando el sol de la mañana se coló por los ventanales, el momento final de la agonía estaba allí, inmortalizado para siempre.
Las noticias volaron y mucho se habló y se especuló con ese asesinato; desde un posible ajuste de cuentas, hasta un adulterio con una mujer, esposa de un payo. Todo tenía cabida en el imaginario popular.
La ermita de Nuestra Señora del Patrocinio se llenó de gente, todos queriendo ver el rostro del Redentor. Para muchos, los ojos vidriosos de Cristo eran los mismos del Cachorro en sus últimos instantes, y aquella tragedia quedó unida para siempre a la figura del Crucificado que se convirtió en patrimonio emocional de su barrio, Triana, y de su ciudad, Sevilla.
Desde entonces, en Semana Santa, cada Viernes Santo, cuando el Cristo de la Expiración cruza el Puente de Triana, su rostro revive el dolor de esa muerte. Y junto a él, como un eco del pasado, se lamenta también el espíritu de un barrio que nunca ha olvidado la exquisita fuerza y la tragedia de una raza que agoniza.
Hoy día, el Santísimo Cristo de la Expiración reside en la basílica del Patrocinio y es parte de la cultura y patrimonio artístico de la ciudad
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