Bienvenidos a Sevilla, posiblemente la ciudad más bonita del mundo…
Si alguna vez visitas el Cementerio de San Fernando en Sevilla, al entrar por la puerta principal, al inicio del cementerio, y caminar unos metros, te vas a topar con un crucificado enorme de bronce sobre una cruz de madera.
Es el famoso Cristo de las Mieles.
Pero ojo, no es un Crucificado cualquiera. Detrás de esta imagen se esconde una leyenda sevillana de arte, tragedia y… ¡miel!
El autor de esta maravilla fue Antonio Susillo, nacido en 1855 en la mismísima Alameda de Hércules. Desde pequeño ya apuntaba maneras: moldeaba figuritas de barro con una habilidad increíble.
Un día, mientras jugaba, pasó por allí la Duquesa de Montpensier. Al ver su talento, decidió apadrinarlo y costearle sus estudios. Gracias a ella, Susillo pudo formarse y convertirse en uno de los escultores más famosos de Europa.
Con apenas 20 años ya trabajaba para gente muy top: Isabel II, el Zar Nicolás II de Rusia… casi nada.
En Sevilla dejó su huella en esculturas que seguro has visto: el Velázquez de la Plaza del Duque, el Daoiz de la Gavidia, las manos de la virgen de la Amargura o la galería de Ilustres Sevillanos del Palacio de San Telmo.
Todo parecía irle bien… pero la vida tenía otros planes.
Cuando recibió el encargo de esculpir la imagen para el cementerio, Susillo estaba en una situación complicada: deudas, problemas personales y poca estabilidad.
Se volcó en el proyecto con todas sus fuerzas, pensando que podía ser su gran oportunidad para remontar.
Según la leyenda, cuando terminó la escultura y la montaron, se dio cuenta de que los pies del Cristo estaban colocados de forma «rara».
Hoy sabemos que no era un error, simplemente una postura poco habitual pero anatómicamente correcta.
Sin embargo, la presión, los problemas económicos y su situación personal le pesaban demasiado. El 22 de diciembre de 1896, Susillo se quitó la vida cerca de las vías del tren de San Jerónimo.
Tenía solo 41 años.
Poco después de colocar el Crucificado en su sitio, llegó el primer verano sevillano (ya sabes: calor insoportable).
Y pasó algo inesperado: empezaron a caer gotitas doradas de la boca del Cristo.
Los trabajadores y visitantes se quedaron flipando. Muchos pensaron que estaban presenciando un prodigio.
Al investigar más de cerca, descubrieron que dentro de la escultura había un panal de abejas. El interior del Cristo era hueco (para que pesara menos), y los insectos aprovecharon para instalarse allí.
Con el calor brutal de Sevilla, la miel se derretía al contacto con el bronce caliente y goteaba por la boca del Cristo.
Desde entonces, todo el mundo empezó a llamarlo el Cristo de las Mieles.
Después de su muerte, al principio no sabían si podían enterrarlo en suelo sagrado (por haberse quitado la vida).
Finalmente, tras considerar su estado de salud mental, aceptaron.
Primero fue enterrado junto a su amigo, el pintor Ricardo Villegas. Pero en 1940, gracias a la presión popular, trasladaron sus restos a los pies de su creación.
Un homenaje que, aunque tardío, Sevilla no quiso dejar de rendirle.
La próxima vez que pases por el Cristo de las Mieles, recuerda que no solo ves una escultura: estás delante del último suspiro de un artista que puso todo su corazón en su obra.
Una historia de genio, dolor y un pequeño milagro muy dulce…
Como dato a añadir, la imagen fue restaurada entre noviembre de 2014 y marzo de 2015 y a día de hoy hay empresas que realizan visitas guiadas al lugar.
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