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El Sereno Marchena

El sereno Marchena

Por los primeros años del siglo XX, el sereno Marchena era ya un personaje en Triana. Sus historias y ocurrencias, siempre exageradas al máximo por su desbordante imaginación, se escuchaban en todas partes con simpatía y risas.


Era un personaje único, una mezcla curiosa de pícaro, animador de tertulias, mandadero y hasta mensajero ocasional. Siempre dispuesto a echar un cable, pero sin dejar de ser un tanto gorrón, Marchena se movía con ese aire natural de quien no busca hacerse el gracioso, pero lo es. Sus gestos solemnes al hablar, como si estuviera recitando el mismísimo Pregón de la Semana Santa de Sevilla que se instauraría alguna década después, le daban un toque inconfundible.

Tenía ese «algo» especial que hacía que todos hablaran bien de él. No era un tipo ingenioso al estilo brillante, pero sus respuestas, aunque muchas veces disparatadas, desconcertaban y arrancaban sonrisas. Eso sí, cuando hablaba de sus propias «hazañas», las agrandaba tanto que parecían épicas. Siempre con su inseparable chuzo en la mano, golpeando el suelo al compás de sus palabras, como si marcara un ritmo solemne.

De día, Marchena trabajaba, por decir algo, en una tienda de la calle San Jorge, propiedad de un tal Joaquín Bolao. Lo de “trabajar” es un decir, porque no tenía una tarea clara. Era un empleado para todo y para nada, un «apañao» que, en lugar de centrarse en sus encargos, se dedicaba a charlar con cualquiera que se cruzara en su camino. Y si era una mujer, peor: ahí se le iban las horas.

Marchena tenía una debilidad insalvable por las mujeres. Literalmente babeaba cuando veía una falda, y no importaba si la portadora era hermosa o no. Hasta una mesa-camilla con faldas lo trastornaba. Las vecinas, que lo sabían, le seguían el juego con miradas coquetas y alguna que otra sonrisa fingida, para luego reírse a carcajadas mientras él se quedaba embobado, mascullando piropos disparatados.

Por la tarde-noche, Marchena seguía en sus labores de «hombre para todo», y lo encontrabas siempre entre la calle y la rebotica de la farmacia del Altozano. Allí, los personajes más distinguidos del barrio se reunían al final de la jornada para charlar y, cómo no, disfrutar de las salidas de tono del sereno, que eran la chispa de las tertulias. Marchena, sin darse cuenta, se había convertido en el «tonto-listo» del pueblo: todos se reían con él, pero nadie lo despreciaba.

De noche, tomaba su chuzo (que era una especie de lanza que los serenos usaban para defenderse) y su farol y recorría las calles con una dedicación que rozaba lo artístico. Anunciaba las horas con su voz pastosa y su peculiar estilo:
—¡Las tres en punto y nublado…!
El “nublado” lo alargaba con un trino ascendente, como si cantara una ópera, y remataba con un golpe seco del chuzo en el suelo, que resonaba en las aceras mojadas.

También ayudaba a los trasnochadores, muchas veces pasados de copas, a encontrar la cerradura de sus casas, iluminándolos con su farol titilante. Entre los susurros de las esposas enfadadas tras las puertas y las quejas de los maridos tambaleantes, Marchena hacía de mediador nocturno con una mezcla de humor y oficio.

Pero donde Marchena realmente se lucía era en las noches previas a las corridas de toros. Tras el desembarque del ganado bravo, este era conducido a través de Triana y el puente hasta la Real Maestranza, donde al día siguiente se celebraría la corrida de toros. Esta operación entrañaba un gran riesgo al atravesar los toros las calles, por tanto el sereno Marchena recorría Triana con su chuzo en la mano y su voz potente, alertando a los vecinos:
—¡Toros en la calle! ¡Alerta!

Una de esas noches, con una gran niebla espesa subiendo del río y cubriendo el puente de Isabel II, Marchena, fiel a su estilo, seguía gritando con fervor:
—¡Toros en la calle! ¡Alerta!
Así, una y otra vez, hasta que, antes de llegar al Altozano, y sin darse cuenta por la niebla de que la manada ya estaba sobre él, sintió cómo lo levantaban por los aires como si lo hubiera atropellado un tren de mercancías. Los toros lo embistieron, y Marchena voló como si fuera un muñeco, para luego caer a plomo en el empedrado y sufrir el paso por encima de las reses.

Cuando el estruendo de los toros se disipó, Marchena se levantó como pudo. Había perdido el sombrero, el chuzo estaba desaparecido, y su farol roto era ahora solo un amasijo de cristal y hierro. La capa colgaba de su hombro, deshecha, y él, renqueante, respiró hondo, se levantó, con más arte que espíritu gritó como si nada hubiera pasado:
—¡Las cinco en punto y sereno!

Al día siguiente, Marchena llegó a la tertulia en la rebotica del Altozano hecho un cuadro. Su aspecto no podía ser más lamentable: el rostro, como una luna llena surcada de arañazos, estaba coronado por un hematoma gigante que le iba desde la frente hasta la nuca. El ojo derecho lo tenía tan amoratado que daba pena mirarlo.

Los contertulios, entre curiosos y preocupados, lo bombardearon a preguntas. Marchena, fiel a su estilo, empezó a responder con exageraciones tan desmedidas que las carcajadas pronto se apoderaron de la reunión. Su relato no era solo una narración, era casi una película: con gestos ampulosos y movimientos teatrales, iba dibujando en el aire la escena de su “vuelo” entre toros, niebla y estrellas.

—Anoche —decía con tono solemne— subí tan alto que vi los mástiles de los barcos en el muelle, más allá de los tejados, como nadie los ha visto nunca.
—Eso hay que celebrarlo, Marchena —intervino el boticario, conteniendo la risa.

Entonces, con toda la ceremonia del mundo, sacó de un estante una botella de licor escondida entre botes de medicinas. Era un elixir especial, reservado para las grandes ocasiones. Brindaron todos, entre chistes y ocurrencias, por el milagroso final de lo que pudo ser un trágico accidente. Mientras tanto, Marchena, emocionado y aún sorprendido por las muestras de afecto, tragaba saliva, moviendo la nuez de arriba abajo, intentando contener las lágrimas.

En los días siguientes, el tema de la cogida de Marchena se convirtió en el entretenimiento favorito de la tertulia. Cada vez que contaba la historia, contaba que había subido más alto que la vez anterior, qué más daba—, y la aventura se hacía más increíble. Llegó un punto en el que, según él, los toros lo habían lanzado tan alto que un bromista propuso que, para evitar que siguiera “ascendiendo”, lo convirtieran en una veleta.

La idea caló entre los contertulios y, poco después, una figura de Marchena con su chuzo apareció coronando la torre de la capillita del Carmen. Giraba al compás del viento, como un guardián del barrio, mudo pregonero del tiempo, con vistas permanentes al puerto y sus barcos.

Con el paso del tiempo, la veleta se convirtió en un símbolo de Triana. Los vecinos, al cruzar el puente, señalaban a Marchena con una sonrisa y alguna broma, recordando su famosa aventura.

Pero, como suele pasar, la costumbre fue apagando la curiosidad, y el constante girar de la veleta pasó a ser parte del paisaje.

Hasta que un día, sin previo aviso, la torre amaneció sin veleta. El barrio entero quedó desconcertado. Las teorías no tardaron en aparecer: unos decían que una ventolera se la había llevado, mientras otros aseguraban que estaría en cualquier rincón olvidada. Sin embargo, la imaginación de los vecinos fue más allá.

Muchos prefirieron creer que Marchena, cansado de girar sin rumbo, decidió soltarse de su pedestal y perseguir su sueño de seguir subiendo hasta alcanzar las estrellas. Agarrado a su chuzo y envuelto en su capa, se perdió en la noche, buscando un cielo donde no tuviera que girar más.

Algunos, como un compadre que contaba la historia con fervor casi religioso, defendían esta versión con pasión:
—Marchena se hartó de los desastres que han hecho con Triana: el río mutilado, la gente expulsada, las injusticias urbanísticas… Se fue porque no podía soportarlo más. Pero volverá. Estoy seguro de que algún día volverá a mirar los barcos desde su torre.

Otros, más escépticos, preferían explicaciones más terrenales:
—Anda ya, Marchena no ha ido a ninguna parte. Esa veleta debe de estar tirada en algún cuarto de trastos, olvidada como tantas otras cosas en este barrio.

La discusión terminó con un cruce de miradas entre ambos. El defensor de la teoría sobrenatural, visiblemente indignado, se marchó mascullando:
—No se ha hecho la miel para la boca del asno.

Y mientras se alejaba, dejó que su mirada se perdiera en las aguas tranquilas del río, donde el sol poniente teñía de sangre y oro la superficie, rompiéndose en destellos al paso de una bandada de patos.

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